Ultima lección del curso.


La clase ha quedado muda, solitaria; los alumnos, que hace unos momentos la ocupaban, han ido saliendo unos en pos de otros, y ya están lejos, dispersándose por la calles de Dios. En el aula ha quedado una fuerte, una intensa impresión de ausencia definitiva, de liquidación irremediable; caídas en el suelo hay unas hojas desgajadas de algún cuaderno escolar, y que ya nadie se cuidó de alzar; sobre un pupitre una regla con las aristas menoscabadas llora el desdén de su dueño, y en el anaquel de la escuela, pequeño arsenal donde los niños archivan sus trabajos, un bloc descabalado pregona el éxodo reciente.

La sala ha quedado vacía, triste, solitaria; tras la mesa, solo, un poco nostálgico, un poco pensativo, permanece el maestro, no queriendo abandonar aún su cátedra humilde y hablando todavía con el corazón al espíritu de esos alumnos que partieron alborozados hacia el mar proceloso de la vida, a esos que no tornarán a ser oyentes expectantes de su magisterio, porque han concluido la edad escolar; catorce alumnos ya en el dintel de la pubertad; catorce vidas que llevan en su alma partículas ideológicas del que ha sido su mentor. Imágenes, gestos, actitudes, trasuntos espirituales que se desdoblan en otras personalidades, todo un mundo que se trasvasa de un ser a otro, de un ser a otros seres.

El maestro ha quedado sólo, meditativo. Le abruma la idea de su gestión trascendente, de su responsabilidad; le bullen en el pensamiento las palabras de Saavedra Fajardo en la empresa I de su obra “Idea de un príncipe político-cristiano”. Saavedra Fajardo, que representa el intelectual del Siglo XVII, que encarna el político, el diplomático del agitado siglo XVII español, ha compuesto en cien empresas un ideario útil para el príncipe que había de gobernar - que hubiera gobernado, si no se malogra - andando el tiempo, la Monarquía española. Comienza, naturalmente, por la crianza, por la educación. Los padres son lo obligados, en primer lugar, a ambas cosas. No son siempre, empero, por sus cualidades, por sus ocupaciones, los llamados a ejercitar ambos menesteres; la nutrición compete, a veces a las nodrizas, a las amas de cría, y el adoctrinamiento a los ayos y maestros. Sumo cuidado ha de ponerse en señalar a los hijos ayos y maestros; advierte de este delicado asunto Alfonso X el Sabio en sus Partidas, y Saavedra Fajardo abunda en sus ideas porque “el maestro se copia en el discípulo y deja en él un retrato y semejanza suya.

El maestro ha querido reiterar en esta última lección del curso los viejos consejos, las normas tantas veces andadas; ha querido remachar, con este golpecito postrero del artesano que concluye su tarea, el ideario educativo. Y ha repasado, en síntesis apretada y necesaria, las facetas todas del individuo cabal; cabal en el seno de la familia, cabal en el seno de la sociedad. En los cuadernos escolares han quedado estampadas sus palabras, que él quisiera perennizar en el pensamiento de cada uno, que él quisiera grabar a fuego con la amorosa y profunda insistencia de los antiguos artífices del metal.

Sólo, meditativo, nostálgico, ha quedado el maestro. Piensa en los alumnos que se van y que él quisiera seguir teniendo bajo su tutela vigilante; prevenirles, encauzarles, estar con ellos en cada encrucijada de la vida. Pero la escuela es un devenir constante, un puente bajo el que se pasa con vigor de bulliciosa riada, la sangre nueva que llega, y sigue, y se va allá lejos, a la mar azul del mañana…

Los niños se han despedido, y van alegres, retozones, bulliciosos; por las mejillas, ya un poco experimentadas, ya un poco curtidas, del maestro, acaso pugna por rodar una lágrima.

Fernando Pérez Marqués