LA CORISTA

Diario HOY, 15 de febrero de 1959

Entró en el mísero habitáculo y como su presencia no había sido advertida por la mujer que tizoneaba en la hoguera que crepitaba en un renegrido rincón, llamó la atención de ésta, suavemente, diciendo ¡Paula...! 

 -¡Leandra! - profirió en un grito la interpelada, volviendo repentinamente la cabeza, sorprendida por el inesperado saludo. Y un segundo después las dos mujeres se confunden en un tierno abrazo, estableciendo un curioso contraste pues mientras una muestra ser mujer acomodada y pulida, la otra es desaliñada y pobretona. No se extrañe, empero, esta efusión, puesto que antes que por el lazo del cariñoso abrazo, están vinculadas por la sangre; son hermanas y como de edad que  pasa de los veinte y no llega a los treinta.

La que se ha oído llamar Paula, fijando la mirada llena de admiración en la recién llegada, exclama :

- ¡Qué guapa estás!. ¡Qué elegante vienes!. Se vé que te va bien. Y reparando en el lustroso bolso de cuero que, colgado en el brazo de la forastera ha fulgido un momento con leve centelleo a la luz de la candela, ha proseguido diciendo : ¡Ahí la tienes, hasta usa su buen bolso y todo!.

Pasa entonces por la mente de Paula una especie de película fugaz que le proyecta el ayer y el hoy de su hermana. Recordó que siempre se había distinguido por su buen tipo y por su natural hechizo dimanante de una gracia especial que la hacía profundamente femenina. La sencillez del atuendo, los menesteres humildes, a veces duros, enojosos de la servidumbre a que se dedicaba para reparar la estrechez de la familia, por aquel entonces ya sólo bajo el débil timón de la madre viuda, no eran parte para menguar la sugestión de su persona. Cuando se colocaba el delantal de blanco peto, realzada la morenez de su rostro y la profunda endrina de pelo le caía en ondosas cascadas por los hombros, se llevaba prendidas tras de sí las impertinentes miradas de besugo de los señoritos del pueblo y los secretos anhelos de los tímidos mozos de calzón de pana. A su paso brotaban comentarios que la ceñían como un cinturón alagüeño; la gente se hacía lenguas de su gentileza, de su donaire, y no pocas veces, de la voz clara, bien timbrada, con que cantaba las más delicadas y difíciles tonadas de moda. Más de una persona, al transitar ante la casa en que ella prestaba los servicios de criada, detenía los pasos para escuchar con más espacio y gusto el torrente cristalino que brotaba de aquella garganta, que los que se las daban de entendidos en el lugar reputaban de privilegiada. Y hasta hubo alguien que sintiéndose mecenas, la llegó a aconsejar, con esa intrascendencia del que tira la piedra y esconde la mano : 

- "Muchacha, tú deberías educar la voz y explotar el encanto de su audición; acaso si te marcharas a servir a la capital, pudieras alternar el trabajo con las lecciones de canto; allí hay academias y profesores que se dedican a ello. Anímate".

Fue esta sugerencia algo así como una piedra de toque que despertó en su conciencia  la estimación del propio valer y la comezón de poner por obra tal idea. Lo pensó mucho, lo rumió y un buen día lió los trapillos y se largó a Madrid.

Pero el gran Madrid la quedó atónita, admirada; la apabulló. Era una simple lugareña sin formación, sin alientos, sin dinero y en medio de aquella mar de revueltas, diversas e ignotas vidas, no sabía nadar directamente al objetivo propuesto. Replegóse sobre sí misma y, como avergonzada de sus pretensiones, guardó en el arcano del más cerrado mutismo el proyecto que la había sacado de la quietud apacible del pueblo. A todo esto, después de recorrer dos o tres casas, vino a dar en una hospedería de gran tráfago. Era este pupilaje un pequeño puerto en al que amarraban los más diversos derroteros; vidas que había viajado por mil periplos, siempre modificados por la inconstancia o el infortunio; vidas estáticas, sedentarias, quemadas en la monotonía de un eterno quehacer; vidas, en fin, alegres o tristes, serenas o trágicas... Y una de estas, precisamente una de estas últimas, por una pirueta amable del destino, vino a ser nada menos que su ninfa Egeria, encarnada en un pobre profesor de música, tundido, enervado, avejentado por los tentáculos insoslayables de un estupefaciente, que si primero fue calmante de sus dolores de intoxicado, después continuó como argolla que le aherrojó fatídicamente, destrozándole la voluntad. De director de un buen cuadro de profesores ante el cual actuaban en descollantes teatros, celebrados conjuntos artísticos y coreográficos, había venido, por su mal, a pulsar temblorosamente las desgastadas teclas amarillentas de un cafetín, donde explotaban por cuatro cuartos los destellos, cada vez más fugaces, de su arte. Y este hombre, cierta vez, reactivada su capacidad artística de tan triste modo, percibió el canto acordado, melodioso, de la fámula, y brilló un puntito de luz en su voluntad de ordinario apagada. Vió en ella posibilidades y se propuso limarlas, pulirlas al compás de un pianito que en el gabinete de tapicería roja, descolorida y deshilachada, añoraba tiempos mejores. Con intermitencias cada vez más espaciadas, el viejo músico invitaba a la moza que entonara canciones, señalándole las entradas, adecuando el tono, adoptando el ritmo de las notas, modulando, en fin, el canto. Y en tal modo fue esto que se puso en condiciones de ser corista de una compañía de variedades, y aún cuando no iba para primera figura su palmito y distinción la singularizaban en la labor de partiquino. Porque si de ello no se hubiera percatado la sagacidad del director de escena, sacándola del anonimato los presentes a ella dirigidos como indudable diana de la admiración candente del público. No era mucho, ciertamente, pero si lo bastante para evadirse de toda servidumbre, vestir bien, gastar perfumes, recorrer ciudades y aturdirse con el estruendo de los aplausos...

Por su parte, mientras Paula pensaba estas cosas, Leandra lo miraba todo, lo fisgaba todo con sumo interés. Observó a su hermana, algo más joven que ella, aunque no lo parece. El desaliño, el paño cetrino del rostro, no se sabe bien si obra de las caricias del sol y del viento o de la suciedad y la miseria que se apreciaba por doquier, avejentaban notablemente; los pechos caídos, desdibujados bajo el vestido desmayado, rectilíneos casi, y las caderas limadas por la vigilias frecuentes, anulan el antiguo garbo de la moza. No es ni sombra de lo que fue en su primera juventud... Recorre después con la vista el mechinal en que vive su hermana, y lo ve desmantelado, lóbrego, desolador; sólo hay unos asientos de corcho y una mesa mugrienta, cerca del fuego; en la pared, una alacena con loza desportillada y varias latas grandes, vacías, como de sardinas en conserva. A un lado, un montón de paja cubierto con sacos y un lío de mantas oscuras forman el techo.

     - ¿Cómo os va? ¿Qué hace tu marido? - pregunta al cabo Leandra.

     - A lo que cae. Ahora lleva algún tiempo bajando a la estación y trae carbón que luego vende en el pueblo. Pronto llegará.

Aquí no es explícita Paula; pero  ya se sabe, el marido apaña en el ténder del tren de vía estrecha un combustible que luego pone en ascuas su hogar y muchos otros del pueblo. Aquí, en un rincón  del mechinal, se enciende cada día la granada vivísima de unas brasas que a veces iluminan con triste y tembloroso resplandor la estancia. Ahora, precisamente ahora, al hurgar Paula en ellas, se han avivado y su luz ha preponderado un momento sobre las tinieblas, dorando el suelo, los muros, el techo. De pronto este triunfo se ha acrecentado al ser obstruida la puerta por una figura humana que impide la entrada del algodonoso atardecer marceño. Es Juan, el marido de Paula, que al entrar se dirige como un autómata a un lado y deja resbalar al suelo, con gesto de cansancio, un saco que al caer produce un golpe duro, seco. Al volverse, se encuentra en la penumbra con una voz y una insospechada figura de mujer.

     - Aquí tienes a mi hermana Leandra. Trabaja en el pueblo de al lado y ha venido a verme.

     - ¿Qué hay?- se atreve a decir el descuidero. Y guardando silencio, se repliega en un rincón, huraño, insociable. Se ha dado cuenta de que en el aire flota un perfume desacostumbrado y sus ojos, hechos ya a las tinieblas, perciben a la atmósfera, limpia, gentil, distinguida, con una personalidad que a él, sucio, barbudo, áspero, le abruma. Para colmo, su mujer enciende el candil y lo cuelga de un garabato que pende del techo. Fórmase en el terrazgo una extraña danza de sombras en torno  a cada uno de los presentes. La del hombre, alejado del foco, se proyecta gigantesca hacia arriba y se dobla en la arista del diedro del techo.

Las hermanas se han juntado cariñosamente de nuevo y hablan de sus cosas. Paula acaricia admirativa la bolsa de cuero, cuya lustrosidad y delicadeza le atrae. Leandra, sonriendo triunfal, se lo entrega, diciéndole: 

    - Toma, póntelo colgado del hombro,  verás que elegante hace. Estas cosas no se tienen nunca si se permanece aferrada a la vida de maritornes.

Y luego, lo que se dice hablar por hablar, concluyó:  También tú podías haberte venido conmigo, chicas hay en los conjuntos que no lucen lo que hubieras lucido tú ...

Un hervor incontenible se ha levantado en el pecho del varón al oír esto. En un instante ha pensado cosas terribles. Ha pensado que su cuñada, con su lujo, con su provocación, llevaba el deseo de su mujer hacia las tablas que venden visiones, ha pensado cosas terribles... Y en un momento avanza hacia Paula y de un fiero manotazo, descuelga, maltrecho, roto, el bolso de la corista. El arranque, por lo inesperado, queda atónitas, suspensas, a las dos hembras. Juan, sin decir una sola palabra, se sale a la calle; su sombra se ha hecho muy negra y gigante, al salir se ha ido desdoblando lentamente en la arista del diedro del techo.

Volver al listado

 

Secciones destacadas

Vida del autor

Obra del autor

Galería fotográfica

Fernando Pérez Marqués